Hermosos y malditos: Zelda y Scott Fitzgerald

Eran los locos años veinte. Era París. Eran norteamericanos jóvenes, hermosos y frívolos, una pareja deseosa de conocer el mundo, de respirar el mundo, de engullir el mundo y abarcarlo en su totalidad. Zelda y Scott Fitzgerald no tenían, ni mucho menos, el brillo de los seres ordinarios. Poco después de contraer matrimonio, tomaron la decisión de mudarse a la capital francesa, de ampliar fronteras y viajar por toda Europa. Con talento literario él y una increíble capacidad creativa ella, la pareja no tardó en codearse con los intelectuales de la época (Hemingway, Ezra Pound, Gertrude Stein) que por entonces se concentraban en las calles de París.

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De la cumbre al ocaso

En este clima de materialismo, egolatría y fiestas sin parangón, en el que las noches se volvían interminables y los artistas se respetaban e, incluso, aconsejaban e influían, Zelda y Scott Fitzgerald vieron pasar los mejores años de sus vidas. El alcohol era inagotable. Ambos disfrutaban de buena salud y una cantidad nada desdeñable de recursos económicos que les permitía seguir con una vida de desperdicios y extravagancias. El mundo estaba hecho a su medida. Sus alocadas excentricidades eran recogidas casi diariamente por los periodistas locales: alteración del orden público, riñas e insultos de los que eran testigos los viandantes casuales o comportamientos escandalosos consecuencia de la borrachera y el desenfreno.

Él era un novelista de éxito, católico de ascendencia irlandesa. Ella, una sureña hija de un juez que parecía estar destinada a llevarse por delante las normas de decoro impuestas por la sociedad del momento. Desde que se conocieran en 1918 en un evento en Alabama, quedaron irremediablemente prendados el uno del otro. Tan solo dos años después Zelda y Francis Scott se casaron en Nueva York e inmediatamente después se trasladaron a Europa, primero a Italia y más tarde a Francia.

Pero su juventud, sin que ellos mismos se percatasen de ello, iba abandonando aquellos cuerpos, cada día más sumidos en problemas de alcohol, depresión y dependencia. Las celebraciones, que por momentos iban pasando de rutina a eventos destacados, tocarían su fin con el crack del 29 y el ascenso de los fascismos en Europa, los cuales conducirían al viejo continente hacia una guerra que, gustase o no, afectaría a todos por igual. Muchos de los artistas que se aferraban a la noche como vía de escape no podían evadir la realidad por más tiempo. De ese modo, algunos de los mejores amigos de la pareja huyeron a América; otros, como Hemingway, pasarían a la primera fila, detallando desde el campo de batalla los avances de la guerra. Por su parte, Scott y Zelda se fueron sumiendo paulatinamente en la melancolía de los primeros años, en la nostalgia de un amor que ya no parecía tan idílico y en salidas nada recomendables a todas sus frustraciones. Como apuntó el creador de El Gran Gatsbyla orgía más cara de la historia había agotado sus días.

Scott y Zelda Fitzgerald con su hija

Una autobiografía literaria

Fue entonces cuando comenzó la maldición que tanto Scott como Zelda Fitzgerald plasmarían en sus escritos. Los Fitzgerald, ya colmados de fisuras, estaban abocados al fracaso. Scott era incapaz de estar sobrio y los episodios de desestabilidad emocional de Zelda se hicieron cada vez más manifiestos, llegando incluso a intentos de suicidio. En 1930 Zelda fue internada en un centro psiquiátrico en Baltimore, donde poco después los especialistas le diagnosticaron esquizofrenia. Su marido intentaba escribir relatos cortos para la prensa con el fin de costear el tratamiento de Zelda y la educación de su hija, pero el señor Fitzgerald ya no era el hombre brillante al que todos admiraban en la noche parisina. Apenas unas migajas de inspiración permanecen en la cabeza del que fuera el miembro más destacado de la “Generación perdida”. El novelista que agotaba las tiradas en tres días, considerado más una celebridad que un genio, no se adaptaba a las exigencias de sus editores, que no tardaron en darse cuenta de lo poco que quedaba del célebre escritor. El tono realista -y hasta cierto punto exaltado- que conquistaba a los lectores había abandonado al norteamericano. Así, las colaboraciones con la prensa fueron cada vez más escuetas y el alcoholismo se acrecentó durante esta época de escasez literaria y soledad perpetua.

El matrimonio que había sido objeto de envidia, habladurías y pose tenía ya demasiadas fisuras: celos, infidelidades y antipatía. Todo ello quedaría plasmado en Suave es la nochedonde los protagonistas irán evolucionando desde un amor desmesurado hacia la repulsión mutua. Años antes, en 1922, el también poeta había descrito minuciosamente muchos de los componentes de su relación con su mujer en Hermosos y malditosobra en la que el alcoholismo y la pérdida de la juventud sumergen a los personajes en el desamparo y la soledad.

En contra de lo que Hemingway declaró en París era una fiestaZelda no carecía de talento literario. Ella también evocó sus mejores días en Resérvame el valsautobiografía que tiene su germen en la recomendación de los médicos del Hospital John Hopskins de Baltimore donde se encontraba interna. Aunque quedó ensombrecida por la figura de su marido, al que llegó a acusar de apropiarse de sus ideas, Zelda amó a Scott y Scott amó a Zelda. Pero, en este caso, el amor no fue suficiente.

El fin de una época

La tragedia, que comenzó a desdibujarse en la biografía de ambos de manera individual, se materializó pocos años después de la separación. Scott, escritor que había sido ovacionado y admirado, falleció en 1940, escuchando un partido de fútbol por la radio, entre el alcoholismo y la nostalgia, recordando de manera enfermiza la juventud que había perdido, paraíso del que había sido expulsado demasiado pronto. El futuro de Zelda no fue más próspero. El hospital de Highland, Carolina del Norte, en el que estaba interna, fue objeto de las llamas en 1948, saldándose una gran cantidad de vidas, entre ellas la de la joven que inspiró el personaje de Daisy en El gran Gatsby.

Años antes, Scott había comenzado su relato El Crack-Up sentenciando: “Toda vida es un estado de demolición”. Con razón o sin ella, la pareja nos dejó en herencia su arte para, en la medida de posible, reconstruir lo que con tanto esmero en ocasiones demolemos, ya sea de manera inconsciente o, como en este caso, dejándonos mecer por un pasado que ya apenas vislumbramos en el horizonte.

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