18 Feb Enrique IV de Castilla, ¿un rey débil?
Tan solo hace falta hojear los principales manuales de la historia de España para darse cuenta de la imagen de Enrique IV que nos ha llegado. Numerosos historiadores, hombres y mujeres, han señalado la vulnerabilidad y falta de iniciativa del hermano de la reina Isabel la Católica, culpando a su carácter pobre y falto de determinación de los sucesos que afectarían a Castilla a lo largo y, sobre todo, tras el final de su reinado. Sin embargo, ¿de verdad fue Enrique IV de Castilla un rey débil?
Índice del contenido
Siglo XV y las luchas constantes entre monarquía y nobleza
Enrique IV (1425-1474) ascendió al trono en 1454, tras la muerte de Juan II. En ese momento, Enrique IV tenía dos hermanastros: la princesa Isabel, futura reina de Castilla, y el infante Alfonso, quien moriría demasiado joven. La madre de Enrique IV, María de Aragón, había fallecido en 1445; y Juan II, su padre, se casó entonces con Isabel de Portugal, la causante -según muchos historiadores- de la decapitación de Álvaro de Luna en frente de una multitud enfurecida.
Por lo tanto, cuando Enrique IV fue proclamado rey de Castilla la situación en el reino era complicada en términos políticos. El poder de la nobleza superaba al del monarca y, de hecho, estos ya habían hecho alarde de su poder durante el reinado de Juan II, quien acabó decapitando a su amigo y valido, Álvaro de Luna, en la plaza de Valladolid (spoiler: Isabel de Portugal, madre de Isabel la Católica, acabaría sus días de un modo dramático, asegurando que el fantasma del mismísimo Álvaro de Luna la perseguía).
En cualquier caso, la entonces reina y madrastra de Enrique IV, Isabel de Portugal, había contribuido a alimentar a esa bestia que era la nueva nobleza, la cual había crecido de manera imparable a la par que Castilla ganaba notoriedad en Europa. Tal fue así que, de hecho, Enrique IV sucumbió ante los nobles nada más acceder al trono, quienes presionaron al rey para aprobar una reforma fiscal con la que la Corona renunciaba a gran parte de los impuestos que las clases altas aportaban a las arcas públicas[1].
Se puede decir, por lo tanto, que Enrique IV comenzó su reinado con poco margen de maniobra. Por si eso fuera poco, el rey de Castilla arrastraba ya una serie de problemas personales en el momento de su proclamación. Por ejemplo, un año antes de que su padre Juan II pereciera, en 1453, el obispo de Segovia había anulado el primer matrimonio del príncipe Enrique con Blanca de Navarra porque (y aquí viene lo bueno) el heredero de la Corona y su mujer no habían consumado en 13 años (¡13 años!) de matrimonio. Como Enrique IV, siguiendo las tradiciones de los buenos monarcas ibéricos, contaba con numerosas amantes que declararon haber mantenido relaciones con el entonces príncipe, se consideró que Enrique, que sería Enrique IV al año siguiente, había sido víctima de un embrujo (¿?) pues “la reina era virgen incorrupto como avía nascido”[2].
Aunque esta historia del embrujo fuera increíblemente útil como excusa para la ruptura de un matrimonio, lo cierto es que ni la nobleza ni el pueblo creyeron que el rey hubiese sido embrujado por Blanca de Navarra. Así, lo más lógico era pensar que, si este no había sido capaz de engendrar un hijo durante su matrimonio, ello se debía, simple y llanamente, a que era impotente.
De hecho, esta fue una de las razones por las que Juan II decidió casarse por segunda vez y tener más hijos, en esta ocasión con Isabel de Portugal. Y es que, durante los últimos años de su mandato, Juan II era consciente de que su hijo, embrujado o no, parecía tener problemas a la hora de seguir con la línea sucesoria; algo que, si en cualquier familia castellana podía ser motivo de disgusto o, como mucho, una plegaria, en el caso de un monarca marcaba el fin de la línea sucesoria o, incluso, tal y como le sucedería un siglo después a Fernando el Católico (cuñado de Enrique IV, por cierto), una crisis nacional. Así, Juan II buscó una solución para Castilla, aunque paradójicamente esta solución diera origen, con el paso de los años, a numerosos problemas.
Por lo tanto, en el momento mismo de heredar el trono, Enrique era ya conocido como El Impotente. Las causas de esta impotencia eran variadas y dependían de quien las adujera, aunque, todo sea dicho, la naturaleza homosexual del rey era, de entre todas ellas, la preferida[3].
Matrimonio con Juana de Portugal y nacimiento de “Juana la Beltraneja”
Pero volviendo al quid de la cuestión, una vez anulado el matrimonio entre Enrique IV y Blanca de Navarra (recordemos: Blanca de Navarra había “embrujado” al monarca castellano, no sabemos exactamente cómo), el rey castellano contrajo matrimonio con Juana de Portugal, hermana de Alfonso V de Portugal, en 1455.
A diferencia de su primer matrimonio, de esta unión nacería en 1462 una niña, a la cual se decidió llamar Juana en honor a su madre. Como consecuencia de este nacimiento, las Cortes reconocieron de manera inmediata a Juana como la heredera al trono, aunque tiempo después algunos de quienes proclamaron a la misma afirmarían que este reconocimiento fue forzado (una lástima que la reina entonces no fuera Blanca, a quien se podía culpar fácilmente).
Parecía entonces que los rumores sobre la impotencia, debilidad y homosexualidad de Enrique IV por fin llegaban a su fin. Gracias a su segundo matrimonio, en esta ocasión con Juana de Portugal, Castilla había encontrado una heredera, en este caso mujer (lo cual, por cierto, no era un problema porque, a diferencia de otros territorios, en Castilla las mujeres podían heredar el reino[4]).
Sin embargo, los rumores tardaron poco en hacerse oír y por toda Castilla comenzó a circular una historia alterativa a la que propugnaban Enrique IV y sus fieles seguidores. En todos los círculos, pero especialmente entre la nobleza, diversas bocas afirmaban que Juana no era en realidad hija del rey Enrique, sino de su valido, Beltrán de la Cueva, un hombre al que la nobleza tenía poca estima (no tan poca como a Álvaro de Luna, pero poca, al fin y al cabo). Entre otras, se decía que la pequeña se parecía físicamente al valido y que, por si eso fuera poco, Enrique IV era consciente de ese “estrecho” vínculo. De este modo, Juana de Castilla, la heredera al trono de Castilla, fue desde bien pequeña apodada Juana la Beltraneja, un sobrenombre que ha acompañado a la hija de Enrique IV hasta la actualidad.
Desgraciadamente nunca podremos saber si los rumores eran o no ciertos. A lo largo de los siglos, historiadores e historiadoras se han posicionado en un bando u otro, siempre basándose en conjeturas y palabras de otros. Por ejemplo, Voltaire, quien estudió a fondo este periodo de la historia de España, fue increíblemente duro con todos aquellos que ayudaron a desprestigiar la imagen del rey Enrique y de su hija Juana, entre ellos el obispo Carillo.
Tampoco ayuda a esclarecer la cuestión el hecho de que la reina Juana contara con varios amantes conocidos (de hecho, tuvo dos hijos ilegítimos fuera de su matrimonio). Todo ello era conocido por Enrique IV, quien nunca (que sepamos) tomó medidas por el agravio cometido y, de hecho, lo consintió, ocasión que la nobleza no dejaría pasar para denigrar la imagen de un rey ya denigrado.
La rebelión contra Enrique IV y la farsa de Ávila
Dentro de la nobleza y de las altas esferas sociales de la época, Enrique IV contaba con varios enemigos importantes. De todos ellos, los más peligrosos eran dos, tanto por su poder como por su vehemencia: Juan Pacheco, el marqués de Villena; y Alfonso Carillo de Acuña, arzobispo de Toledo. Prácticamente toda la campaña de descrédito hacia Enrique IV fue orquestada por estos dos hombres, los cuales no siempre coincidían con el resto de la nobleza o, como pasaría con la llegada de Isabel la Católica, entre ellos.
Así, la nobleza del siglo XV estaba dividida en dos bandos. Por un lado, los nobles más implacables, muchos de los cuales habían movido fichas para decapitar a Álvaro de Luna, se negaban a aceptar una verdadera autoridad real contraria a sus intereses. Por otro, algunas familias conocidas (los Mendoza, los Santillana, los Osorio, la casa de Alba…) buscaban una figura real sólida que pudiera ayudar a garantizar la seguridad y la estabilidad en el reino. Estos últimos, aunque defendían un golpe de autoridad por parte del monarca, se sentían terriblemente decepcionados con el rey Enrique, quien carecía de la iniciativa y la osadía para atreverse y enfrentarse a los primeros[5].
Fueron los primeros (Juan Pacheco, el arzobispo Carillo, los Manrique…) quienes animaron y encumbraron al infante Alfonso, hermanastro de Enrique IV, como heredero al trono. Tras publicar un duro manifiesto en el que afirmaban, entre otras cuestiones, que Enrique IV vivía manipulado por Beltrán de la Cueva y que este era el padre de Juana, se levantaron contra el rey para que este nombrara sucesor a su hermano Alfonso y pasara por encima de su hija, la legítima heredera.
A pesar de que el pueblo de Segovia se movilizó y los campesinos proclamasen a gritos la autoridad real de Enrique IV (algo que muestra, entre otras, el rechazo de las clases bajas a la nobleza), el rey castellano aceptó las condiciones de los rebeldes, nombrando el 30 de septiembre de 1464 a su hermano Alfonso como heredero de la corona. La razón por la que el rey cedió a los chantajes y amenazas de la nobleza ha sido ampliamente discutida. Algunos historiadores como Joseph Pérez y Santos Fontenla[6] consideran que esta medida puede explicarse desde un punto de vista de debilidad, pero también de estrategia. Así, es posible que Enrique IV pensase en casar a su hija Juana con su hermano, Alfonso (pues los enlaces entre familiares eran, como bien es sabido, corrientes en las monarquías europeas).
Pero dado que cualquier cesión ante quienes quieren poseer más poder es poca, el 5 de julio de 1465 tuvo lugar una humillante celebración contra Enrique IV conocida como la farsa de Ávila. Frente a un público animoso, un muñeco inmóvil representaba la figura del rey ausente, corona y cetro incluidos. Fue entonces cuando comenzó la vergonzosa ceremonia: el arzobispo Carrillo le arrancó la corona; Juan Pacheco, marqués de Villena, el centro. Los nobles fueron sucediéndose, atacando, golpeando y humillando al muñeco que representaba al rey de Castilla, hasta finalmente alcanzar a Diego López de Zúñiga, quien arrojó, bajo las miradas, risas y complicidad de los presentes, el muñeco desnudo del rey al suelo. Esa denigración del monarca acompañaría a los presentes a lo largo de sus vidas.
Los últimos años de Enrique IV
Aunque Enrique IV fue un rey que decepcionó a muchos de sus fieles, siguió manteniendo el apoyo de grandes familias, como los Mendoza. En la batalla de Olmedo de 1467 venció a los insurrectos, quienes habían desacreditado a su persona de un modo humillante. ¿Por qué el rey no tomó revancha, como cualquier monarca habría hecho? ¿Por qué no movió sus fichas y restableció la situación en Castilla, aportando el golpe definitivo a una nobleza insurrecta?
Esta abulia, esta ausencia de aspiraciones e iniciativa por parte del rey, sería la que señalarían, a lo largo de los siglos, los manuales de historia. Ya en el siglo XV, la denigración a la que los nobles sometieron al rey se dejó sentir a lo largo y ancho del reino. Enrique IV, quien, como ya hemos visto, llevaba a sus espaldas rumores y acusaciones varias, era un rey incapaz de poner orden. Muestra de ello es la poesía satírica del siglo XV, la cual, aunque también estuvo presente durante el reinado de Juan II, alcanzó su máxima difusión durante el reinado de Enrique IV[7].
En 1468, en un giro inesperado, el infante Alfonso, a quien muchos habían encumbrado como el futuro Alfonso XII, moría de peste. Sus seguidores, con el marqués de Villena y el arzobispo Carrillo a la cabeza, se encontraban en un estado de estupefacción. ¿Qué hacer ahora, qué alternativas existían? Precisamente por ello, los seguidores de Enrique IV animaron al rey a atacar: era ahora o nunca. Los enemigos de la Corona se encontraban doloridos y confundidos, sus tropas no esperarían un ataque sorpresa. Y así se lo hizo saber, según Pérez y Fontenla, el obispo López Barrientos al rey, excitado ante la nueva posibilidad, quizás única, que les brindaba el destino.
Pero Enrique IV, que siempre rechazó el combate y prefirió, en una época de presiones y desgarros políticos internos, la apuesta por el diálogo, miró a su interlocutor y respondió:
“(…) no son vuestros hijos los que han de entrar en pelea ni os costó mucho de criar”.
Ante lo cual, quizás con una mezcla entre estupefacción y enfado, el obispo contestó:
“Quedaréis por el más abatido rey que jamás ovo en España (…)”.
Muerte de Enrique IV y alzamiento de Isabel la Católica
Tenía razón el obispo López Barrientos. La ocasión era formidable y es probable que el ataque hubiera cambiado la historia de Castilla y, posiblemente, del mundo, pues los acontecimientos que habrían de suceder durante los años venideros afectarían a las fronteras mundiales y sus consecuencias se habrían de sentir incluso en la actualidad.
Tras la muerte del infante Alfonso, los rebeldes se recuperaron y nombraron sucesora a una joven Isabel, quien, por cierto, estaba en Segovia con Enrique IV y a quien este, en otro error táctico motivado por su afabilidad, dejó marchar para despedirse de su hermano Alfonso. Isabel entonces forzaría a Enrique para ser nombrada sucesora, anteponiéndose a su sobrina (con quien, por cierto, no sería nunca amable). Así quedaría ratificado en el acuerdo de Toros de Guisando de 1468, según el cual Isabel se convertía en la reina de Castilla tras la muerte de su hermano (y así fue, pues es cierto que Isabel nunca reclamó el trono en vida de Enrique).
El investigador Edwards, en Isabel la Católica: poder y fama, narra que la reina Juana, probablemente al conocer que Enrique IV tenía previsto volver a ignorar a su hija Juana en la línea sucesoria, se negó a hablar con su marido. Antes de que el acuerdo de los Toros de Guisando se firmara en la distancia, con Isabel en Ávila y Enrique en Madrid, y se ratificara de este modo que Isabel era la heredera de Castilla, la reina Juana abandonó a su marido y se cobijó con los Mendoza, una de las familias más fieles a la reina.
Una vez más, la indecisión de Enrique IV pasaba factura al reino. Solo, sin Beltrán de la Cueva, sin su mujer, sin su hija y sin ninguno de sus consejeros, Enrique IV nombraba heredera a Isabel, quien ya se presentaba como heredera, como reina de Castilla.
Pero el conflicto sucesorio estaba lejos de terminar. En 1469 Isabel contrajo matrimonio con el que fuera el mejor candidato del momento, Fernando de Aragón, sin informar al rey de Castilla como se había determinado. Enrique IV dio por terminado el pacto y nombró sucesora a Juana. Pero su muerte, acaecida en 1474, no terminó con la incógnita. No hubo testamento oficial (aunque sobre este hecho se ha elucubrado) e Isabel, que siempre había defendido que el segundo matrimonio de su hermano Enrique no era válido (es decir, que daba igual si Juana era hija de Enrique o no, ya que este estaba casado con Blanca de Navarra, la “bruja” para muchos), se proclamó reina.
Habría de suceder a esta muerte una guerra civil castellana hasta, finalmente, la proclamación definitiva de Isabel como reina de Castilla en 1479. Desde ese momento, el reinado de Enrique IV se presentó como una sombra, un caos, al que los Reyes Católicos exprimieron todas las ventajas posibles. Su lema, “nosotros o el caos”, habría de calar en todas las facciones de la sociedad, infiltrarse por las grietas, germinar como si de una semilla diminuta pero de gran fuerza se tratara. Se proclamaron los logros de los monarcas, que habían terminado con la ambición nobiliaria de quienes negaban la intervención real, y se exaltaba la mano dura de los reyes. Pero se obviaron otros sucesos: que Isabel había roto el pacto de los Toros de Guisando al contraer matrimonio con Fernando sin autorización real; que la pareja no contaba con la bula papal necesaria para hacer efectivo el matrimonio y que esta fue falsificada por el arzobispo Carillo; que la hija de Enrique IV, apodada cruelmente Juana la Beltraneja, fue obligada a ingresar en un convento de Portugal y fue sometida, por parte de Isabel, a una campaña continua de acoso, con amenazas constantes al rey de Portugal.
Pero, sobre todo, los propagandistas de Isabel y Fernando trabajaron para presentar a Enrique IV como el peor rey que “jamás ovo en España”, como ya diría el obispo López Barrientos al rey Enrique IV. Y, aunque fue cierto que Enrique IV pecó de falta de determinación e indecisión de manera constante, durante su reinado el pueblo y la nobleza gozaron de una libertad que extrañarían más de lo que creían. Los campos dieron buenas cosechas y la economía siguió prosperando año tras año, aunque los propagandistas de los Reyes Católicas se olvidasen, por casualidad, de contarlo.
BIBLIOGRAFÍA
Barbadillo, Pedro F. (2020). Esto no estaba en mi libro de historia del Imperio Español. Córdoba: Almuzana.
Edwards, J. (2004). Isabel la Católica: poder y fama. Marcial Pons Historia.
Íñigo Fernández, Luis E. (2019) Breve historia de España I: Las raíces. Madrid: Nowtius.
Juliá, S., Pérez, J., & Valdeón, J. (2006). Historia de España [A History of Spain]. Madrid: Espasa.
Pérez, Joseph (2007). La España del siglo XVI. Madrid: Anaya.
Pérez Priego, M. Á. (2013). Literatura española medieval (el siglo XV). Madrid: Editorial Centro de Estudios Ramon Areces SA.
[1] Pérez, J., & Fontenla, F. S. (1997). Isabel y Fernando: los reyes católicos (Vol. 4). Editorial Nerea.
[2] Así lo declaró el obispo de Segovia en 1453, dando por anulado el matrimonio, pues “La reina era virgen incorrupto como avía nascido” (Pérez & Fontenla, 1997).
[3] La literatura del siglo XV, especialmente la poesía satírica (Coplas de la Panadera o Coplas de Mingo Revulgo, entre otras) recogen la imagen de un Enrique IV homosexual (Pérez Priego, 2013).
[4] Con el comienzo de la dinastía de los Borbones, Felipe V traería numerosas costumbres a España. Entre ellas, quizás las más populares fueran el color azul en las vestimentas reales, las pelucas y, por supuesto, la Ley Sálica (la cual sí que estaba vigente en otros reinos vecinos, como Aragón).
[5] El siglo XV, aunque representa la lucha de autoridad entre los monarcas y los nobles, aumentó considerablemente la autoridad real con respecto a la Edad Media. El autoritarismo propio de los monarcas de los Siglos de Oro se estaba formando y muchos nobles fueron conscientes de ello (Valdeón, Pérez & Juliá, 2006).
[6] Pérez, J., & Fontenla, F. S. (1997). Isabel y Fernando: los reyes católicos (Vol. 4). Editorial Nerea.
[7] En Literatura española del siglo XV (2013), el catedrático Pérez Priego analiza la literatura satírica que circulaba en torno a la figura de Enrique IV, acusado, sobre todo, de homosexual.
No Comments